Uma poesia do poeta mexicano Reynaldo Jimenez:
Caudal
a Douglas Diegues
Arde una gota de ámbar
en la herida del árbol
que naciendo sigue.
El suspenso altera el aleteo
de las horas reunidas a su peso:
hasta la pulpa, espera es
del corazón el fruto.
Y en el modo de abrirse
o nadar la duda, velo.
Febrífugo velo.
Inflorescencia cimosa o del racimo
(corimbo, espiga, umbela, capítulo:
maneras de alzar vuelo, premisas
que la prisa perdió en son de cima).
Tanto ocupan espacio los infiernos.
Habitan la hoguera silencios
de madera nudosa y ya sin núcleo.
Cromosoma en espartano esplendor
de su celda de monje cuyo libro
abierto ya no aparta, ya no trata
de aplacar a los ancestros
ni se harta en duplicar espanto.
La luz es insaciable anciana.
Rapta lo propio y lo reparte.
Y en los abiertos miedos viene el polen.
Navega a medias nada vientre la duración.
Tanto trato en atrapar consistencias,
pero nunca el pulso,
nunca el relámpago que se desea.
De semejanzas arrancado,
de hambres fronterizas.
No ha lugar
para más mundo en esa llama.
Anillos
de la tortuga hacia adentro.
La edad del árbol. La edad
del rocío.
Su costra petrificada oscila en costas
de un corte influido por ensueño,
pero infiltra su insistencia de roce,
un origen a destiempo penetra.
El néctar asumido
sume a un balanceo de ínsula visual,
humus del pasaje aun sin muerte.
Y según se hunda estar,
la Hélade de pétalos,
toda deseo de ser piel.
Hace bien esta luz
frágil, de campo.
Declara que nunca he visto la flor de caña.
Y que no hay hambre que se aleje.
Estambres suyos perfilan lo invisible
y en la boca toda del cuerpo, Medusa
desflora a su adolescente en flor
y la floresta del sonido.
Comunican las plantas una aurora.
Luego el rocío de Santa Rosa.
Un caracol se pegó al vidrio.
La diosa besa vestigios.
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